Realmente no sé cómo comenzar. Solo quiero hacerte saber que no te he olvidado y que he intentado llegar hasta donde tú estás. He tratado de engañar a Dios diciéndole que solo quería ver cómo estaban mis alas, esas que, en un trato con Él, te entregué. Sin remordimiento, sin arrepentimiento…
Te debes estar preguntando qué ha pasado, que aún no he llegado. Y esto fue lo que pasó: le dije a Dios:
—Solo quiero ver qué tan crecidas están, solo quiero saber si están bien cuidadas.
Pero no te ofendas por mis palabras, que en ese mismo instante sabía la respuesta. Sé que, junto a ti, mis alas —nuestras alas— crecen fuertes, hermosas y sanas. Y bien, mi ángel, tú sabes que yo no soy bueno para actuar, que mis impulsos suelen traicionarme a diario, que me pongo nervioso con facilidad. También sabes que soy celoso y llorón… pero esto último, mencionarlo, ¿no es necesario, verdad?
En fin… Entonces Dios me miró a los ojos y me dijo:
—¿Puedo ver lo que hay en tu corazón?
Yo le respondí:
—De acuerdo.
Con vigor. Hasta ahí, todo iba bien, pero fue un fallido intento de ser un buen actor. ¿Y qué crees? Después de ese “de acuerdo” que sonaba tan seguro, me puse nervioso, bajé la mirada y pronuncié un “sí”, débil y en voz baja...
Sabes, Gabriel, mi ángel Gabriel, definitivamente Dios no es perfecto: es un idiota, presumido, y nunca —pero nunca— entendió de amor.
Aquí las cosas no han cambiado mucho. A ratos, “la buena tierra” se hace olvidada. Conservo la costumbre de caminar frente al mar y entregarle una que otra historia. Tú lo sabes y yo lo he dicho antes:
“Amo esas olas que no saben si vienen o van, que me entiendo con el mar.”
Y no te imaginas cuánto quisiera ser agua. Solo agua. Escapar del frío, sumirme en ese azul sin fin para seguir a esos peces en el aire que me llevarían hasta ti. Qué triste, porque la realidad es otra, y estoy aquí, en “la buena tierra”, a la que, de todas maneras, siempre le agradeceré que me haya cobijado bajo un cielo en polvo con el que, de alguna manera, he aprendido a convivir.
Debo confesar que es realmente difícil ser un hombre más. Ver que, cada vez, son más los caídos. Ángeles sin rumbo que se derrumban poco a poco, confundidos, pensando que pedir perdón y llorar son sinónimos de derrota y cobardía. Pero no te preocupes por mí. A pesar de todo, estoy bien aquí. He aprendido que morir un poco, a veces, no es tan malo. Y aunque bajo este azul inusual, que a veces se convierte en miel —inolvidable y tan hermoso como el color de tus ojos—, la piel envejece… y cuando esto sucede, te haces más fuerte.
Se habla bastante de amor aquí, aunque la mayoría están equivocados sobre esto. Creen saberlo todo y, realmente, no saben mucho… o prácticamente no saben nada. No reconocen el amor en sus corazones, sino en sus retinas. Y para quienes sí sabemos de amor, el silencio es nuestro mejor aliado. Entre estas calles vestidas de invierno, el corazón es muy terco —y aunque sea difícil de creer, incluso más que yo.
También he oído hablar del tiempo y el destino. El primero, a veces, transcurre muy lento o, simplemente, desbordante… eso nunca se sabe. Y sobre el segundo, algunos dicen que ya está escrito. Aunque yo no comparto esta visión. Sé que el estar aquí se trata de sueños, por los cuales debemos dar lo mejor de cada uno al despertar. Nadie sabe hacia dónde va este viaje…
Déjame contarte también que aún guardo besos en el bolsillo, y que me niego a cerrar mis heridas. Pero no te enojes por esto último, ¿de acuerdo? Es que aquí no conocí a nadie como tú. Y cada vez que puedo, abrazo mi propia espalda para tocarlas. Y cuando logro hacerlo, esas hermosas heridas me llevan de vuelta al hombre que fue feliz contigo. Me recuerdan que tengo un nombre, que tengo vida, y me hacen saber que, cerca o lejos, donde estés, esto será eterno.
Y tú siempre serás…
Gabriel, mi ángel Gabriel.